Yolanda Vaccaro: Lula da Silva en la cárcel
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El encarcelamiento del expresidente de Brasil Lula da Silva vuelve a poner de manifiesto que la corrupción y el populismo son las dos grandes rémoras de Latinoamérica.
“Lula, eres nuestra esperanza”. Esa era la frase que se leía en banderolas colgadas en decenas de balcones en todo Oviedo en octubre de 2003, con motivo de la ceremonia de entrega de los Premios Príncipe de Asturias (hoy Premios Princesa de Asturias). El entonces flamante presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, había sido galardonado ese año con el Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional por su “compromiso con los más pobres”, por ser “símbolo de una gran esperanza” y por “hacer política con el corazón”, según el acta del jurado correspondiente. En la ceremonia de aquel año, que esta servidora cubrió para el diario peruano El Comercio, la presencia arrolladora de Lula eclipsó a los galardonados en el resto de categorías del premio, tanto en las calles ovetenses como en la propia ceremonia de entrega de galardones y, desde luego, en las portadas de los medios de comunicación. Lula era la estrella indiscutible.
La gran esperanza no solo de los llamados “desheredados”, sino en general de millones de personas en el mundo, empezando por Brasil, que veían en Lula un ejemplo de superación, de “hombre hecho a sí mismo” que inspiraba ríos de tinta de elogios y, por supuesto, de esperanza en una manera de hacer política “con el corazón”. Nadie podría haber siquiera imaginado que, quince años después, el expresidente brasileño ingresaría en una cárcel de su país enfrentándose a una condena de doce años por delitos de corrupción.
Un piso de lujo y siete procesos judiciales
Lula está acusado de haber recibido de la constructora OAS un lujoso inmueble de tres plantas en una playa de Sao Paulo a cambio de conceder contratos públicos a la citada empresa. En realidad, esta sería la punta del iceberg de una trama de corrupción que implica a la empresa estatal de petróleos Petrobras y a la tristemente célebre Odebrecht, en el marco de la operación conocida como “Lava Jato” (“lavado a presión”, en español). La trama comprendería más de dos mil millones de dólares en sobornos. Una red por la que Lula está acusado en siete procesos judiciales. Muchos de sus colaboradores también han sido procesados y ya han recibido condena, mientras que otros tantos están pendientes de juicio por corrupción.
La reflexión que cabe hacerse es cómo un mandatario que empezó con un aura y una proyección de gigante social y político a nivel mundial, en el buen sentido de los términos, ha acabado en el peor de los descréditos y enfrentándose a una condena de la que a buen seguro no lo van a librar los aún miles de seguidores que se niegan a considerar las evidencias delictivas, parte de los cuales hacen vigilias en las calles brasileñas reclamando la inocencia de su líder. Quedará en la conciencia de Lula si llegó al poder con la meta clara de enriquecerse ilegalmente o si, en el camino del poder, se desvió de la meta casi mesiánica que le atribuyeron desde diferentes sectores.
Los alargados tentáculos de “Obebrecht” y “Lava Jato”
En cualquier caso, como dice Mario Vargas Llosa en el diario El País, “el gran enemigo del progreso es la corrupción”. En este contexto, el caso de Lula ilustra a la perfección que la frase del Nobel peruano es precisa al analizar la situación en la región. El populismo, casi siempre estelar compañero de viaje de la corrupción, representa el segundo gran enemigo de dicho progreso. Y no hay que olvidar que, como los grandes caudillos de las pretendidas revoluciones sociales, Lula se erigió como un adalid de un populismo de manual.
En este marco, los casos “Lava Jato” y “Odebrecht” tienen tentáculos que parecen haber llegado a los rincones más alejados de la política latinoamericana, cubriéndolo casi todo. En países como Perú, se investiga a tirios y troyanos porque, según confesiones de exdirectivos de la empresa brasileña, recibieron dinero de forma ilegal de la empresa los dirigentes de todos los partidos políticos, sin distinción ideológica o partidista. Los directivos de la compañía aseguran que financiaron ilegalmente al menos a los tres últimos presidentes peruanos, así como a sus opositores, una delictiva precaución ante eventuales alternancias en el poder. Según su versión, aplicaron este modus operandi en diferentes países del área. Y es que la potencia de las empresas brasileñas, por su tamaño y poder económico, ha permitido visibilizar en todo su macabro esplendor que, en efecto, la corrupción es el ancla que paraliza el progreso económico de una región en la que varios países siguen creciendo y avanzando macroeconómicamente, pero que continúan padeciendo por la rémora de la corrupción.
La sonrisa de la esperanza que encarnó Lula, principalmente en Latinoamérica, se ha convertido en una mueca amarga que solo podrá atenuarse con las investigaciones que llevan a cabo jueces y fiscales valientes como Sergio Moro, juez federal de Curitiba que encabeza las investigaciones sobre las mencionadas tramas de corrupción en Brasil. Gracias a estas diligencias, casi dos centenares de personas, entre políticos, funcionarios y empresarios, purgan ya condena. Y muchos aguardan aún para ser procesados.
Los jueces y fiscales han tomado el testigo de ídolos malogrados como Lula. Ellos sí son la esperanza de una región que lucha por consolidar la recuperación económica de manera legal y realista, más allá de corruptelas y populismos que, como los que representó Lula, lastran el avance en cualquier rincón del mundo.